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Al sur del cielo: lo que he aprendido con Slayer

Al sur del cielo: lo que he aprendido con Slayer

Recuerdo el momento, hace 23 años, cuando escuché la intensa vibración de Slayer por primera vez. No fue con mi amigo Julio, quien el verano pasado me había puesto los pelos de punta con el intro de “The Number of the Beast” de Iron Maiden; tampoco fue con Pancho, un amigo de la familia mucho mayor que yo, que desde yo era bebé me asustaba con los pósters y videos de Kiss; ni fue mi hermana, que en ese entonces aprendía inglés traduciendo letras de Mötley Crüe y Bon Jovi. No, la man que me presentó a una de las bandas más trascendentales del heavy metal fue fucking Dalys, la vecina culona y salsera de la cuadra.

 

Era una tarde gris de 1988, o sea que era día de escuela. Recuerdo que después de la tarea salí a montar un rato con mi Per Welinder, skate que recién me había llegado desde los estados y que consideraba el objeto más sagrado en mi posesión. Estaba solo en la calle, tratando de hacer un ollie, cuando de repente sale Dalys corriendo de su casa, muerta de la risa, gritando mi nombre.

 

-Hey, Toño, ¿has escuchado un grupo disque esléiller?

-¿Esqué?

-No se, esléyer. Es disque el grupo más satánico que hay.

-¿Más que Iron Maiden? Pregunté inocentemente…

-Uf, ¡buco más! Una pasiera de la escuela me dio este casette. ¿Quieres escucharlo? Te va a dar buco culillo.

-Mmm…

 

En un acto sin precedentes, porque ella era mayor y no mi amiga más cercana, invité a esta chica a mi cuarto a escuchar la vaina. Se nos había unido otro amiguito. Dalys fue a mi porque yo era el “rockerito” de la barriada, y después de todo, mi patineta tenía el dibujo de una calavera y no colorinches como las de los demás. Y sí, de niño era Toño.

 

El casette era uno de esos Maxell regrabables, medio transparentes, con colores llamativos y puntitos. Seguro algunos los recordarán. No tenía caja ni etiqueta que identificara el título del disco o su contenido. No estaba todo rebobinado, puse play, y de repente esta bulla estridente salió de las bocinas. Nunca había sentido nada así. Se escuchaba un público haciendo bulla. El ritmo iba a balazo. Alcancé a distinguir al cantante gritar, con un falsete sucio, la palabra en inglés antichrist. Fue entonces cuando se me puso la piel de gallina, y Dalys se echó a reír. Creo que su motivación era impresionarme y lo logró. El otro chiquillo casi llora y todo. Mi mamá entró a preguntar si todo estaba ok. Yo no pude responder.

 

La chica y el amigo se fueron y me quedé solo analizando la música. Lo rebobiné todo y escuché la media hora del lado A. El lado B estaba en blanco, como mi mente al final de semejante experiencia. Tenía 8 años y acababa de escuchar “Live Undead”, un concierto de Slayer lanzado en 1985 y grabado frente a un grupo de 50 fanáticos. El casette tenía cuatro canciones: Black Magic, Die by the Sword, Captor of Sin y The Antichrist. Los solos, que no sabía que eran solos, eran como puñales en las orejas; la batería, como un galope acelerado hacia una batalla en el centro del pecho. Me impresioné mucho, pero como estaba el mi etapa Def Leppard, que luego pasó a la etapa U2, me dije que esto era muy alocado boté la cinta. Qué puedo decir, el Hysteria y el Joshua Tree son discos que marcaron mi generación…

 

Digo, no es como si fuera un mojigato del pop, porque después de todo sí escuchaba Anthrax y Iron Maiden, pero ellos eran distintos. Con Maiden aprendí de historia, ciencia ficción, de melodías ricas con guitarra y composiciones épicas… todo muy inglés e intelectual. Su mascota, Eddie, esa calavera tenebrosa que metamorfaba de portada a portada, era cien veces más amigable que la agresión pura y diabólica, también algo gringa, de Slayer, a pesar de su contexto metalero. Digo, hasta Tommy Lee me daba miedo en ese entonces con su “Shout at the Devil”, y en ese momento no tenía ni idea de Black Sabbath. Así que pasaron los años…

 

Hasta que en 1991 agarré en MTV el video de Seasons in the Abyss, una pieza visualmente hermosa en blanco y negro con la banda tocando entre las pirámides de Giza. La canción comenzaba como una balada, y su oscuridad era tenebrosa pero profunda, más llevable. Ya tenía mi primera batería, y ver a Dave Lombardo recorrer ese poco de toms y darle duro al platillo china me jodió para bien. Yo había cambiado y la banda había cambiado un poco también, así que le di otro chance. A la semana ya tenía su cd doble en concierto, “Decade of Agression”, históricamente el segundo disco compacto que compré (el primero fue el soundtrack de Bill & Ted’s Bogus Journey).

 

Y fue precisamente ese disco, el “Seasons in the Abyss”, el que me marcó definitivamente como un fan de Slayer. Era su quinta grabación después de dos clásicos, “Reign in Blood” y “South of Heaven”. O sea que llegué tarde a la fiesta, pero después no me quise ir. Ese disco comienza con el grito de guerra de War Ensable, una patada en el culo con velocidad y agresión, toda dirigida al sentimiento de impotencia ante la guerra de el golfo que se vivía entonces. Al momento no sabía quién era Ed Gein, pero el ritmo de Dead Skin Mask, y el uso más funky del doble pedal en la batería, me latió. Grabé y birrié todo el álbum, mas no lo compré. El concierto antes mencionado, que recopilaba los éxitos previos, se convirtió en uno de mis favoritos para escuchar antes de ir o después de llegar del colegio. Representaba, simultáneamente, una expresión de miedo y opresión junto a una de liberación y diversión.

 

En mi primera banda, Mental Illness, tocábamos covers de Metallica, Megadeth, y Pantera. Había uno de Sepultura, Troops of Doom, con la cual saqué el ritmito rápido del thrash. Pero con la que nos fajábamos era con el combo en vivo de Reign in Blood/Black Magic, versiones del Decade, que tocábamos por joda y que me hicieron un hombrecito en la batería, por así decir. Ese beat de 220 pulsaciones por minuto y notas de 16 en el doble bombo, además de un gran ejercicio, eran un placer para tocar. Años más tarde cuando estuve en Libertad Perdida, una banda de hard core punk, tocaba rápido inspirado en los bateristas de Slayer, algo que después descubrí que también hacía el hoy magnífico Travis Barker de Blink 182.

 

En plena adolescencia, con barros, desamores, fracasos en matemáticas y padres en pleno divorcio, escuchar a alguien cantar sobre guerras, asesinos en serie y el mismísimo Lucifer se me antojaba cool. Hubo un momento en el cual mi mamá, como toda buena madre católica preocupada por su hijo que se iba al lado oscuro, me habló acerca de la música satánica y etcétera. La escuché, le prometí cambiar mis gustos, y luego hice caso omiso. Porque Slayer no era tan malvado como Venom, ni tan estrafalario como WASP, y el incluir crítica social y fantasías de asesinato en sus temas iba acorde con los filmes de Jason y Freddy que tanto adoraba o los libros de la segunda guerra mundial que estaba procesando.

 

Y mucho también tiene que ver con los personajes que hacen esta música. No son tipos sofisticados ni guapos o a la moda, son solo manes que les gusta tocar, que lo hacen bien y que, como los Ramones, AC/DC o Maiden, desarrollaron un sonido propio y lo han pulido hasta su máxima expresión a través de las décadas. Tom Araya con su voz honesta y su headbang de lado a lado; Jeff Hanneman, el guitarrista con pinta de surfer californiano, y Kerry King, el dios metalero con púas en los brazos que era como un Hulk en el escenario (y el primer rockero en aceptar su calvicie). De todos los bateristas del metal, creo que las raíces cubanas de Dave Lombardo lo hicieron destacar, no porque metiera ritmos de congas en plenas descargas de ácido sonoro, sino porque había algo, una flexibilidad, que le daba un toque especial. Cuando fue remplazado por Paul Bostaph durante más de 10 años, admiré al chico que tuvo los huevos y la capacidad de seguir semejante legado y agregar su propio estilo. Hoy, por si no saben, Lombardo regresó con la banda y Bostaph está muy bien con Testament, aunque sí fue agridulce su salida del grupo para recibir al hijo prometido.

 

En años siguientes comencé a recibir la salida de un disco de Slayer con gusto, porque significaba que tendría una nueva dosis de música pesada y rebelde, junto con un mix de ideologías subversivas y desolación carnal que ponían en perspectiva los cambios de nuestra era y la sociedad de hoy. Aunque soy católico, confirmado por voluntad propia ya de adulto, pude entender que la vaina no era contra Dios per sé, o que la idea no era resaltar a asesinos como Mengele o Dahmer, sino pensar más allá de lo que te dicen o lees por allí. Claro, la biblia abaleada y ensangrentada en la portada de “God Hates us All”, o la afirmación pesada de “Christ Illusion” pueden ser tomados como insultos o, peor aún, pecados, pero algo que cuesta entender (y que muchos nunca pueden captar) es que el arte trasciende la moral, y que esta afirmación no implica que el artista sea amoral en sí.

 

Hoy Araya es un cristiano convertido. Aunque King y Hanneman, los principales compositores, sean ateos de pura cepa, estos tipos no son nazis, satanistas ni gente mala que anda haciendo sacrificios de vírgenes en cuartos oscuros. Coño, ¡ni siquiera consumen drogas duras! Son personas agradables, trabajadoras y creativas que, con el tiempo, han encontrado su nicho y, concientes de cómo sus fans originales hoy son padres de familia y sus seguidores nuevos son adolescentes con toda esa agresión y angustia metida, saben lo que el público quiere y no se complican. Tanto a nivel musical como espiritual, respeto mucho el aval que Slayer ha tenido con Rick Rubin, productor y gerente de disquera legendario en la industria. Rubin, al mismo tiempo que estaba promocionando a los Beastie Boys a mediados de los 80, firmó a Slayer y produjo gran parte de sus discos. Recordemos que Rubin, un budista practicante, ha grabado a Jhonny Cash, Red Hot Chilli Peppers, System of a Down y hasta Neil Diamond. El entiende y valora una propuesta como esta, la cual se mantiene y resalta inclusive hoy.

 

Sigo escuchando Slayer. Mis gustos se han diversificado sin duda alguna, y a veces pienso qué diría Kerry King de otras bandas que idolatro como The Cure o Stereolab; “cuecadas”, tal vez, pero estos tipos también tienen sentimientos y gustos curiosos detrás de los tatuajes y las guitarras puntiagudas que los fans no vemos. King es un criador reconocido de serpientes; Lombardo un percusionista legendario; Hanneman un gran compositor, aunque ahorita está enfermo con una bacteria extraña. Araya, de ascendencia chilena, recibió hace poco la llave de la ciudad de Viña, una gran ironía sabiendo que Chile es uno de los países más conservadores de la región. Todo esto mostrando que, y voy a sonar cursi, el buen arte trasciende barreras de tiempo y de cualquier mierda que le quieras criticar.

 

Con Slayer entendí que tocar rock pesado y rápido es un rush único para la mente y el cuerpo, como ver una exposición mientras corres un maratón; que la música siempre servirá para exorcizar sentimientos de odio y desasosiego; que criticar a Dios, a la iglesia y a las instituciones de la sociedad está ok; que tener fantasías oscuras no es malo, siempre y cuando las mantengas como tales, porque fantasear es saludable; y que al sur del cielo no está el infierno, sino nosotros en este plano terrenal, en un mundo jodido lleno de gente jodida, y en el cual debemos trabajar para mejorar el futuro aprendiendo de los errores del pasado mientras nos esforzamos por pasarla bien. Gracias, Dalys.

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