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El verano interrumpido o cómo recuerdo la invasión

Al crecer en los ochenta en la entonces inestable capital de Panamá, uno todavía pudo disfrutar de esas largas, en ese tiempo eternas, vacaciones de verano de casi tres meses. Hoy en día este hecho resulta casi increíble, pero en ese entonces así era la realidad, y parte de la pifia incluía el pasar un mes afuera de la ciudad, sea en una casa de playa o en lugares como El Valle, o visitando a familiares en el extranjero. ¡Hasta tenías como dos semanas para mentalizarse de que ibas a comenzar clases! Era todo un lujo…

Dicho esto, y por motivos ya conocidos de causa mayor, el verano de 1989 fue interrumpido de una manera que coartó mi inocencia. Lo recuerdo como el más significativo de mi infancia.

Yo estaba en del Colegio Javier, entusiasmado por recién haber terminado el quinto grado y por entrar a sexto y ser de los grandes de primaria. Las vacaciones recién habían comenzado, y la noche del 20 de diciembre pintaba como cualquier otra. Ya estaba dormido cuando mi mamá me despertó, un poco después de la media noche.

-¡Están invadiendo Panamá! ¡Tu papá tuvo que irse corriendo!

Ella estaba en camisón, yo somnoliento en mis piyamas, y la tele estaba encendida mostrando la noticia internacional de última hora. Mi hermana ni siquiera se despertó, y creo que pude volver a dormirme, pero a la mañana siguiente todo había cambiado.

Antecedentes

Aunque cursaba la primaria y era un niño feliz bajo cualquier estándar, uno sabía que algo no andaba bien en el país. El año anterior, durante la modesta fiesta en casa para celebrar los quince de mi hermana, se formó una tocadera de pailas descomunal en protesta de algo grave. Luego recuerdo las elecciones, las calles llenas de papeletas del PALA seguidas de una decepción general; estuvo la tarde cuando los vecinos de la calle, apiñados en mi sala frente al Betamax, compartimos una copia del video que mostraba a Billy Ford ensangrentado por la Central. Algunos días no había clases. Otros las cortaban a media mañana. Una mañana un canal de radio de las Fuerzas de Defensa se metió a mi televisión mientras veía el Show de Bozo en cable, y las voces alteradas hablaban de un problema en Albrook. Hasta un niño de 9 años podía percibir la tensión.

Cabe destacar que mi familia estaba alineada con el régimen. Bueno, a medias. Mi papá era médico de Sanidad Militar, y su carisma y habilidad profesional le valieron el respeto de los altos mandos; en un momento se convirtió en el ginecólogo de las esposas de los militares de mayor rango, y aún conservo el componente Aiwa que una de ellas nos envió una navidad en agradecimiento a las atenciones del buen doctor. Siempre había elogios al General y su poder en casa, aunque contrarestados por los razonamientos de mi madre, ex jueza mexicana convertida en ama de casa tropical y total admiradora de los valores del Partido Demócrata Cristiano y de su líder, Ricardo Arias Calderón; todos nuestros vecinos, hasta los compañeros de escuela de mi hermana, eran civilistas, así que mi papá era domésticamente mofado por su lealtad, que muy en el fondo entendíamos estaba arraigada a cierta estabilidad profesional que era difícil de lograr en esos momentos.

Tras los primeros bombazos del 20, papá regresó un día después. Había estado de turno en el Pabellón Victoriano Lorenzo en el Hospital Santo Tomás, recibido a los panameños heridos en el ataque. Sabíamos que estaba afectado, y que había visto y hecho cosas que como ginecólogo especializado nunca en su vida hubiera tenido que realizar. Solo años después, hace un par de hecho, me comentó como adulto en su finca muy lejos de la ciudad sobre los muertos que tuvo que cargar, los miembros que tuvo que amputar, las heridas absurdas que intentó curar, etcétera. Nos alegramos cuando por fin llegó a casa, y pasamos la noche los cuatro en una cama doble escuchando cómo bombardeaban Cerro Patacón, que se sentía encima de nosotros a pesar de que estábamos en una tranquila barriada en el área de Miraflores, cerca de los edificios chocolates de Los Libertadores, en Betania.

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Amputar un miembro no es cosa fácil hasta para el cirujano más experimentado.

Hasta el sol de hoy no entiendo su intención, o cómo hicimos para no morir en el intento, pero después de esa noche aterradora (aún me asusto cuando escucho fuegos artificiales) papá decidió llevarnos a mamá, hijos y abuelos a dar una vuelta por el Chorrillo para ver lo que los gringos habían hecho. Recuerdo haber visto el humo todavía salir del piso del Cuartel que hoy es un parque, al igual que carros quemados en las calles, tanques por doquier, escombros, gente entrando y saliendo de tiendas saquedas… nunca nos bajamos de la camioneta y todo ha de haber durado menos de una hora, pero con ese pequeño y arriesgado paseíto entendimos por completo la magnitud de lo acontecido. Pasamos la cena de navidad al igual que muchas otras familias: comiendo el pavo que ya teníamos congelado desde hace meses y con el miedo de que los Batallones de la Dignidad entraran a la barriada por el monte aledaño y nos cortaran la cabeza con sus machetes.

El futuro y el mal

Los vecinos se organizaron, se armaron y formaron rondas para cuidar el perímetro del barrio, algo que se repitió en cientos zonas residenciales de la clase media y alta de la ciudad. O así me enteré ya de grande. Entre todos compartíamos los víveres que teníamos. Papá, con una cruz roja pintada por mamá y pegada en el vidrio trasero de su camioneta, salía a reportarse al hospital y regresaba con noticias y datos para compartir. Durante una semana todo estuvo en pausa, suspendido, incierto, y lo único que quedaba era esperar. Y no temer, porque después de todo lo peor ya había pasado…

Del ’86 hasta mediados del ’90 todo giraba, literalmente, en torno a la patineta. El skateboarding era el deporte de moda, y como daba la casualidad de que la mayoría de mis vecinos eran niños de la misma edad que yo, durante esos años creamos nuestra pandilla de skate, empezando por tener las tablas gallas que vendían en los supermercados hasta mostrar total compromiso mandando a pedir las Powell Peralta y Santa Cruz que venían de Estados Unidos (¡y que costaban considerablemente más!). Durante los veranos éramos como una docena de chicos, cada uno con su particular tabla y estilo de montar, descubriendo las calles de Villa Cáceres.

Como estábamos inmersos en un conflicto armado, con helicópteros volando sobre nuestras cabezas a toda hora y tanques y equipos paramilitares patrullando la ciudad, teníamos prohibido montar patineta o estar al aire libre hasta que las cosas se calmaran. ¿Qué íbamos a hacer?

Pues uno de los vecinos de la calle, Alfredito, estaba estrenando una Atari Home Computer, una versión más sofisticada de la consola Atari que ya conocíamos y que ofrecía la oportunidad de jugar nuevos juegos con mejores gráficas y niveles de dificultad. Así que durante unos diez días, encerrados en un pequeño cuarto con las cortinas cerradas, los niños de mi calle y yo nos la pasamos jugando videojuegos, presagiando futuras costumbres de interacción grupal. Tomábamos turnos, jugábamos en equipo, pero cada quien tenía su chance de jugar. Claro que como Alfredito era el dueño de la vaina y el que mejor jugaba dominaba el joystick por encima de los demás, pero vamos, no estábamos para quejarnos.

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El primer juego de video que jugué fue una experiencia compartida en la que el mundo exterior no existía. Esta imagen muestra cuando el juego es terminado y un barco pirata oculto zarpa al mar.

Jugamos, de los que recuerdo, el juego de Goonies, esa película ochentera de unos chicos que se enfrentan a un grupo de mafiosos y terminan descubriendo un antiguo barco pirata en una cueva de un pueblo costero. El juego era, para nosotros que apenas estábamos desarrollando nuestra coordinación mano-ojo, bien fucking difícil, y el paso de cada nivel hasta “terminar el juego” era causa de tensión y alegría colectiva. Todos estábamos concentrados en el mismo objetivo, enfocadísimos en los detallitos para avanzar hasta ganar, y cuando nuestras mamás nos llamaban para almorzar salíamos al sol aturdidos y ligeramente volados del rush del videojuego. Era una sensación nueva. Especial. Compartida. Y tan solo un par de años después, con el advenimiento del Nintendo, estas birrias se hicieron rutina en nuestras tardes libres, sobre todo en los largos días veraniegos.

No se si fue un día que teníamos las pupilas quemadas de tanto seguir pixeles, o si era una especie de reto pendiente para las vacaciones, pero el vecino de al lado, Luis Carlos, nos invitó a su casa a ver El Exorcista en su Beta. La película era lo suficientemente vieja e infame como para que tuviéramos referencia de ella (“es la película de miedo más focop que hay”; “dicen que pasó de verdad”; “no vas a poder dormir cuando la veas”), y como no había nada mejor que hacer terminamos viéndola un poco antes del medio día en otro cuarto pequeño con las cortinas cerradas. Estaba en inglés y con subtítulos. Creo que la mamá de Luis Carlos quiso regañarnos por verla, aunque la verdad no había mucho que pudiera hacer considerando nuestras limitadas opciones de entretenimiento.

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Esta película de horror me traumó en el momento. Ahora la entiendo metafóricamente.

Linda Blair era hermosa, y verla transformada así, con la baba verde y esa ronca voz demoníaca, fue un shock. Todos estábamos en la misma escuela católica, algunos recién habíamos hecho la primera comunión, así que teníamos en alta estima (o le dábamos el respeto merecido) a la iglesia y sus sacerdotes. El que un padre se enfrentara al diablo mismo a través de una niña linda y, al final, perdiera, fue otro shock, ya que nos decía que la iglesia no era infalible (o que el diablo también podía ganar). La escena final del padre cayendo por esa larga escalinata fue la que más me jodió, porque era como una pérdida simbólica y un descenso hacia el mal. Definitivamente me costó dormir esa y las noches subsiguientes, y ya no tanto por las bombas o los batalloneros…

Lecciones en diferido

Después de que Noriega se entregó la cosa se calmó y la vida poco a poco fue regresando a la normalidad. Los militares estadounidenses todavía deambulaban por ahí, y un día estábamos jugando en la calle principal de la barriada cuando de entre unos arbustos, y frente a nuestros propios ojos, aparecieron unos solados camuflados que estaban inspeccionando la zona. Eran como cuatro, y trataron de ser amables a pesar del susto. Nos dieron paquetes de su comida militar, la cual degustamos con aprecio y curiosidad. Otro día estaba patinando con un amigo frente a su casa en Bella Vista, y un solado que estaba cuidando un tanque parqueado en la esquina de la calle llegó a saludarnos. Era de Puerto Rico, muy amigable, y hasta me regaló la bandera americana que estaba cosida en su uniforme como señal de buena fe, supongo. Aun la conservo, junto con la memoria de que en todo conflicto armado siempre existen personas buenas que quedan en el medio de la mierda y que no pueden evitarlo.

Otra memoria curiosa fue el allanamiento, por parte de los americanos, de las residencias de dos mayores de las Fuerzas de Defensa que vivían en la barriada. Ambos tenían las casas más grandes y opulentas, y sus familias no estaban presentes cuando a media mañana un grupo de soldados entró a sus propiedades y comenzó a sacar evidencia de sus vínculos militares junto con algunas de sus pertenencias. Unos vecinos mirones, tanto por morbo como por entretenimiento, vieron el show desde la acera. Muchos sentían como un triunfo el ver cómo desvalijaban a estas personas que por tanto tiempo se mostraron autoritarias y déspotas. Otros eran más empáticos y reservados en sus reacciones. Años después ambos mayores regresaron a estas casas; uno de ellos re-hizo su vida y su familia aún ocupa la propiedad, mientras el otro quedó abandonado y rezagado, muriendo años después en total abandono. Su casa la compró un banco y hoy pertenece a otro chico que creció con nosotros, y el bar privado que tenía, con una bola de luces estilo disco donde hubo docenas de fiestas con putas y drogas y música a todo volumen, hoy es un cuarto donde el hijo de mi amigo practica la batería.

Los recuerdos son más difusos de lo que uno esperaba al hacer el ejercicio de recapitulación. Y tratando de buscar significado a la experiencia, más de dos décadas después, le encuentro sentido al Exorcista y a la computadora Atari. Estábamos en un país liderado por una persona mala, negativa, algunos dirían que hasta endemoniada, y los estadounidenses, queriendo exorcizarnos de él, nos echaron encima una maldición de muerte innecesaria e ignominia con la cual aún estamos lidiando. El mal siempre está al acecho, y auque puedes sacarlo del cuerpo, su espíritu y carga negativa quedará por ahí. Rondando. Atormentando. Hasta que todos tomemos consciencia y, cuales niños traumados, vayamos a terapia para que superemos el dolor.

Los videojuegos indicaban que el futuro tendría tecnología, y que esto sería algo que nos iba a unir, tanto para divertirnos como para proyectarnos con trabajo en grupo. Goonies es un clásico que resalta el valor de la fantasía infantil y el deseo de aventura. Ningún niño ha de querer vivir la “aventura” de una invasión militar, pero aquellos que la atravesamos y superamos sabemos que, dentro de lo posible, la maldad se paga y que la verdad siempre sale a flote… como el barco pirata al final del juego y de la película.

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Con estos amigos compartí la Invasión: de izquierda a derecha, Alfredo, Luis Carlos, Jimmy, Gian Carlo y su servidor (con un walkman haciendo poses de guitarra rockera). Foto tomada entre 1988-1989.

Ilustración de amputación de pierna por Sir Charles Bell Wellcome, tomada de Wikimedia Commons.