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Año nuevo atlántico

Extracto de "En vida real: un estudio e historias sobre el panameño de hoy".

Colón es el corazón partido de Panamá: por un lado representa todo lo mejor que el país tiene para ofrecer -belleza natural, diversidad cultural, oportunidades de negocios- mientras que por otro es el más claro reflejo de la desidia y el desinterés en general. Su orgullosa población sabe lo que vale, pero el resto del país sigue sin apreciarlo o asimilarlo. En este cuento dos colonenses recuerdan un año agridulce que está por terminar.

Es la última noche del calendario en la ciudad de Colón. El ambiente se antoja efervescente con alegría y promesa de fiesta. En las casas de los diversos barrios, en las de los que tienen de más tanto como en las de los que tienen lo justo, se siente un calor especial, generado por los hornos cocinando lo que será el centro de atención de miles de cenas familiares, al igual que por la entrada del verano panameño.

A diferencia de en la capital, acá las decoraciones de la época son más modestas y privadas, sea por presupuesto, por creencias o por seguridad. En los puertos de la ciudad y en el Canal el movimiento sigue como cualquier otro día. Pero predios de la Zona Libre todo está apagado y en silencio, solo un breve descanso en el diario trajín de este importante complejo comercial.

Dos hombres, a simple vista dispares pero unidos por múltiples vínculos (imperceptibles para la mayoría), se encuentran inmersos en sus reflexiones de año nuevo, respectivamente, en las salas de sus casas mientras sus familiares circulan a su alrededor, como en cámara lenta y fuera de foco, arreglando de todo para la medianoche. Ambos están tomando algo frío, haciendo girar los hielos del vaso con pequeños circulitos de una mano, mientras rememoran lo que fue el año que termina con perspectiva y tratan, con cierto esfuerzo, de abrirse a la esperanza que acompaña a los nuevos comienzos.

*****

Fouad Aziz, o el Sr. Aziz para su medio centenar de empleados, había tenido un año extraño. El negocio de telas que heredó de su padre iba mejor que nunca, a pesar de los vaivenes económicos del país y la región, y el margen de ganancias al cierre del año fiscal había sido el proyectado. A pesar de que tuvo que botar a varios empleados, lidiar con algunos clientes necios en Panamá y mediar entre sus hermanos sobre ciertas decisiones que debían tomar como empresa, el periodo cerraba a su satisfacción.

Más le habían incomodado otras cosas que estaban, pensaba ahora, más allá de su control. Como la actitud de su hermano menor, Nabil, el cual cada vez se alejaba más de la familia, del negocio y de él. Se había asociado con un amigo para hacer un restaurante libanés en la capital, y cuando el proyecto arrancó el socio tuvo una crisis, huyó sin más, y lo dejó totalmente en manos del hermano, que por andar gastando dinero a lo loco, disque estudiando y haciendo cosas de joven inmaduro, no sacó tiempo para ir a la empresa familiar, trabajar y tomar experiencia para manejar lo que sea que quisiese hacer como adulto que era. Ahora está endeudado, estresado e irritable. Peor aún, se había alejado de su fe, porque ya no va a la mezquita como antes y parece haberse desinteresado de todos los preceptos islámicos, estrictos para los demás, pero que para todo musulmán representaban la base de su vida personal, profesional y espiritual. Y esto era algo que él ya había notado con los paisanos en Panamá: no es que el grupo en Colón sea más conservador y ortodoxo, porque los hay de todo en todos lados, pero sí notaba que las familias que aún residían en el lado atlántico se mantenían más unidas, resolvían sus problemas (personales y de trabajo) con más facilidad y en general estaban más felices. Pero esa felicidad estaba de cierta forma comprometida, porque a pesar ese dejo de positivismo que se respiraba en el seno de la comunidad libanesa musulmana colonense, nunca podían (¿o nunca podrían?) sentirse totalmente seguros y cómodos.

Otro ejemplo es secuestro que había sucedido a medio año del hijo de su primo, Abdul. Por suerte la policía fue eficiente y lo encontraron un día después del hecho en el apartamento de la secretaria de su primo en Sabanitas, la cual pensaba usarlo para extorsionar unos miles de dólares a su patrón. Hoy ella está en la cárcel y el pequeño está algo traumado, pero sobrevivirá. La cicatriz y el miedo son más profundos en los padres, eso sí. En un caso más extremo y lamentable, aunque un poco más alejado, fue el asesinato a sangre fría de su conocido Daniel Archer, un judío argentino que recién llegado a Panamá trabajó en la Zona Libre. Se conocieron profesionalmente durante unos años, hasta que Archer hizo suficiente dinero como para establecer su empresa propia en la capital. Y así fue, solo para meses después aparecer con un tiro en la cabeza dentro de su auto estacionado a un costado en el Corredor Sur. Allí las circunstancias fueron más complicadas y el trabajo de la policía menos diligente, y el caso aún sin resolver conmovió a la comunidad empresarial de todo el país, sin importar la religión o costa de residencia.

En la arabesca sala de su casa en una barriada privada ubicada en una antigua base militar, tomando jugo de tomate con limón y hielos, el Sr. Aziz se sentía seguro. También se sentía protegido en su local de la Zona Libre, pero todos los espacios restantes, sea en la ciudad misma de Colón o en sus viajes de trabajo o familia a la capital, siempre había temor.

La bulla a su alrededor seguía. Una tía había llegado con una enorme bandeja de kibbe crudo, su platillo favorito, y su esposa e hijas habían dispuesto platitos con hummus y tostaditas de pan para que todos picaran mientras el cordero terminaba de asarse en el horno. Le daba gusto ver a su hermana mayor, Fahrina, tan contenta con su esposo e hijas; siempre hay un pariente que, a pesar de la relevancia antigua de traer al mundo primogénitos varones, termina teniendo solamente niñas. Sus sobrinas se estaban convirtiendo en hermosas señoritas, y ya se barajaban varios pretendientes para su futuro no muy lejano. Suerte que él mantendría el apellido con sus dos varones, menores que las primas pero igual de hermosos. El loco de Nabil nada de casarse y sentar cabeza, y de hecho no estaría presente en la cena porque estaba enredado con su restaurante (¡ni si quiera una pausa en el trabajo para compartir en familia!).

Queriendo pensar en algo más positivo, recordó el éxito del Árabe Unido en el torneo de la temporada. Había tomado tiempo el fortalecer al equipo, pero la hinchada de paisanos, en la cual gustosamente se incluía, había aportado tanto recursos como apoyo moral y los chicos se lucieron este año, sobre todo en la final 3-1 contra el Tauro. Ese último juego fue una celebración para todos, aunque él se haya sentido expuesto regresando de noche por la nueva carretera con sus hijos dormidos en el asiento trasero de su camioneta. Sí, la nueva carretera… ¡Tan esperada! ¡Tan controvertida! De verdad que hacía todo más cómodo y seguro –él mismo casi se mata en un deportivo años atrás cuando sólo eran dos vías– pero a pesar de su funcionalidad y necesidad, él seguía viendo a esos kilómetros entre ambas ciudades como una especie de barrera invisible entre su mundo y el del resto.

Recordó también esa reunión con los ex alumnos de La Salle de Colón. Aunque el grupo se reducía con el tiempo, y no necesariamente por la muerte de un compañero, siempre era un absoluto placer el juntarse con sus amigos de la infancia en un ambiente más relajado… porque la mayoría igualmente tenía sus empresas en la Zona Libre, pero allí era todo negocio, así como en la mezquita era respeto y reflexión. Reunidos en su habitual zona neutral (el restaurante de un gallego que los atendía tan bien que ya hasta les conseguía carnes halal para que comieran sin romper la ley islámica), esa casi docena de ahora viejos empresarios se olvidaban de sus responsabilidades y regresaban, como chicos, a llamarse por sus apodos y a hablar de lo que más les gustaba: de fútbol, de carros, de comida, de la complicada política y, con cierto respeto, de los logros y errores de los otros negociantes no libaneses allá lejos… en Panamá.

Fouad Aziz vio su reloj y notó que la media noche estaba cerca. Ya no podía seguir concentrado en sus pensamientos y tenía que regresar a compartir con la familia. Al levantarse de la silla para buscar otro jugo de tomate con hielos sintió algo en el bolsillo de su pantalón y recordó ese inesperado regalo que Papa Stu, el empleado más antiguo de la empresa, conocido por su afabilidad tanto como por su responsabilidad en la diaria labor, le había obsequiado al medio día cuando cerraron la oficina para ir a celebrar. Era una foto vieja, amarillenta y arrugada, en la que un Aziz adolescente estaba ayudando a descargar un container de telas junto a un entonces más joven Papa Stu (¡se comía los años ese señor!) y otro par de empleados que no identificaba. Se acordaba muy bien del momento: era uno de los veranos en los que, todavía en secundaria, su papá lo llevaba a la fábrica para que aprendiera a ser responsable, humilde y trabajador. Apreciaba mucho el gesto, y decidió que pondría la foto en algún espacio del librero de su oficina. Un buen tipo, ese Papa Stu, tenía suerte de tenerlo de su lado.

*****

Stuart Campbell, o Papa Stu para sus amigos y familiares, no sabía qué concluir del año que terminaba. Al final todo era un balance, pensaba, y si se aferraba a esa mentalidad, diría que las cosas habían estado bien. No excelentes, ni fatales, solo ok. Y eso era más que suficiente.

Acomodado en un banquito de madera en la parte de afuera de lo que llama su hogar en un caserón derruido en Calle 13, en el corazón de la ciudad, junto a él tenía un cooler lleno de hielo para enfriar su vasito de vidrio de whiskey con ginger ale, el cual llenaba con delicadeza cada vez que se le terminaba; encima de la caja de plástico helada había un pequeño radio con MP3 conectado con una larga extensión hasta uno de los enchufes dentro de la casa, y al ritmo de su música favorita del ayer Papa Stu empezó a hacer su balance personal de los 365 días que hoy culminaban.

Dos cosas muy tristes lo habían conmovido, tanto a él como a la comunidad. La primera era la noticia del caso en contra del sub-comisionado Girales, un tipo con carácter y cojones que en casi una década de arduo trabajo a cargo de la zona policial de Colón había logrado mantener en paz a las pandillas, reduciendo –porque no lo podía eliminar del todo– el índice de violencia entre los jóvenes y adolescentes que las conforman. Girales siempre se comportó a la altura, autoritario cuando era necesario y amigable con la gente, ganándose la confianza de los colonenses que apreciaban sus esfuerzos para controlar el crimen que aqueja a su ciudad. Por eso la noticia de que encontraron restos de cocaína en su auto y en su sangre, tras una denuncia anónima, suspendiéndolo temporalmente del cargo hasta que las investigaciones de rigor dieran sus resultados, confundió a todos aquellos que lo tenían en tan buena estima. ¿Quizás se había involucrado con sus enemigos? ¿O quizás tenía enemigos dentro de la fuerza que querían incriminarlo? De cualquier forma, un nuevo pilar de su delicada sociedad había desaparecido.

Otro que se fue para no volver fue el Padre Zúñiga, también sin aviso y sin aparente razón, porque los dos tipos que entraron a su casa, lo amordazaron, golpearon y acribillaron para robarle sus escasas pertenencias y ahorros escondidos muy bien pudieron haber elegido una víctima menos… importante. Desde que llegó de Nicaragua en la década del 70, Zúñiga, un jesuita de pequeña estatura y gran corazón, no había hecho nada más que servir a su comunidad en todo lo que le fuera posible, usando a su iglesia en uno de los barrios más marginales de Colón como base de operaciones. Desde ligas deportivas y actividades extracurriculares para niños, hasta cursos de formación para adultos y programas de terapia para drogadictos, el Padre Zúñiga era un faro para sus feligreses. Incluso tenía una buena relación con los pastores cristianos, rabinos hebreos e imanes islámicos que atendían a los fieles de Colón. “Otro crimen sin sentido”, decían los periódicos, dejando la pregunta abierta sobre cómo habrían de continuar todas esas iniciativas positivas que el querido sacerdote había iniciado.

Sirviéndose otro vaso de whiskey con ginger ale, haciendo girar los hielos con su mano mientras Black Majesty y Two Gun Smokey cantaban calipso desde las bocinas, Papa Stu había aprendido a eliminar el ruido a su alrededor (chicos gritando en la calle o de un edificio a otro, equipos de sonido haciendo un coro mixto que reverberaba en el ambiente, televisiones a todo volumen) para concentrarse en sus pensamientos, en su bebida y en su música. Sin embargo, muy en el fondo, él sabía que esta mezcolanza de espíritus y sonidos vivos era lo que le daba un color especial a su gente, diferenciándola del resto de los panameños, y que así había sido antes y lo seguiría siendo después de que él partiera de esta tierra.

Dentro de su apartamento en el caserón, las dos hijas que vivían con él estaban bailando al ritmo de otra música en otra grabadora mientras ponían los toques finales a un jamón y a un arroz con guandú, ignorando a sus respectivos pequeños entretenidos con un juego de video frente al televisor de la salita. Yomaira, de 25, tenía a Yomir Andrés, de seis y medio, y Sally Susana, de 31, tenía a Nedelkis, de ocho; los padres de sus hijos aparecían de vez en cuando, aunque no eran necesarios, porque ambas tenían buenos trabajos en un hotel, la mayor como encargada de la lavandería y la menor como mesera en el restaurante. Mas que una metida de pata, sus hijos eran el reflejo de las pasiones furtivas y las responsabilidades elusivas que se respiraban en su barrio, y Papa Stu se sentía satisfecho de haberles inculcado desde chicas un orgullo personal y el deseo de superación que a veces mermaba entre la comunidad, sobre todo sabiendo que la madre que las vio nacer, fallecida en un trágico accidente de bus en la carretera vieja cuando todavía eran niñas, no estaría allí para atenderlas. El amor romántico con un hombre no era una prioridad para ellas, y el padre sabía que había criado a dos mujeres más rudas y capaces que él. Su difunta esposa, viendo desde algún lado, le guiñaría un ojo con sonriente aprobación.

Algo que sin duda le había dado alegría este año habían sido los juegos de la liguilla de fútbol del barrio. Los pela’os estuvieron más motivados porque algunos patrocinadores se bajaron del bus y les dieron uniformes, balones y algunos accesorios; eran solo unos cuatro equipos representando a algunos barrios de la ciudad, pero se comprometieron y siguieron jugando religiosamente en una cancha improvisada en las afueras de la Zona Libre. Papa Stu era el árbitro preferido de todos, por justo y amigable, y él prefería ese puesto ante el estrés de dirigir alguno de los equipos ya que le permitía estar dentro del juego y velar por el correcto cumplimiento de las reglas. Desafiaba a los tramposos, y los tramposos temían desafiarlo. La mejor noticia era que Robertito Taylor, quien llevaba un par de años jugando allí, había sido aceptado para jugar en la Selección Nacional, todo un logro para la liga, para Colón y para Papa Stu, quien muchas veces lo puso en su lugar dentro y fuera de la cancha con un amor disfrazado de disciplina.

También había disfrutado de un par de inesperadas y bienvenidas visitas: la de su tío Milton, el hermano de su padre que vive en Kingston y al cual no veía desde no sabía cuándo, y la de su amigo de la infancia Isaías Torre, con quien cursó sus únicos seis años de educación formal en la secundaria del respetado colegio Abel Bravo de Colón, y que desde hacía mucho tiempo se había mudado a Nueva York. Ambos recuentros fueron emotivos y placenteros para Papa Stu, el primero porque su familia era reducida y mantener cualquier vínculo era importante para él, y el segundo porque su amigo le confesó las realidades no tan buenas detrás del sueño americano que muchos colonenses admiran desde lejos. Ahora él había quedado comprometido a visitarlos a ambos. Quizás en un par de años cuando se jubile, pensó, y solo si llega a ahorrar lo suficiente.

Caminando hacia la calle para encontrarse con sus hijas, nietos y vecinos queridos para hacer el conteo regresivo, Papa Stu pensó en una curiosa resolución de año nuevo: visitar la ciudad de Panamá, en la que no ponía un pie desde los en los que el ejército norteamericano todavía controlaba las tierras que conectaban parte de su amado Colón con la capital.

La botella de whiskey ya estaba por la mitad, y la tanda musical había pasado de calipso a reggae jamaiquino cuando Stuart Campbell se dio cuenta que la media noche se acercaba. Apagó la grabadora, recogió el cooler y el banquito de madera. En su cuarto, dejándose su pantalón chocolate inmaculadamente planchado, se quitó la camiseta blanca y las chancletas y se puso su camisa negra de estampados dorados y sus zapatos de charol para recibir el año nuevo. Mirándose frente al espejo, recordó cómo unas horas atrás había sorprendido al Sr. Aziz con esa vieja foto donde salían ambos y que había encontrado tirada mientras ordenaba uno de los depósitos de la empresa. Él le había dado todo a esa familia, entrando desde tiempos de Aziz Padre como peón y escalando con el paso de los años hasta ocupar su cargo actual de encargado de pedidos. Era un tipo bueno, ese pela’o Aziz, a quien respetaba como jefe pero que todavía veía como ese joven de inquietos ojos azules que haría lo que pudiera para llenar las expectativas de su padre, lo cual hizo sin lugar a dudas. Una fotocopia a color de dicha foto ahora descansaba, con orgullo, en un portarretratos en la sala de su casa.

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Este cuento está inspirado en los resultados de un estudio cualitativo y cuantitativo hecho por IPSOS en 2013 -con una muestra representativa y cobertura nacional- y comisionado por Génesis Comunicación Estratégica.

Cuento extraído de "En vida real: un estudio e historias sobre el panameño de hoy".

ISBN 978-9962-05-741-3.

Publicado como ebook por Génesis Comunicación Estratégica, 2014.