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Cuando las mujeres hablan (uno escucha)

Dos proyectos artísticos netamente femeninos comentan realidades y muestran diferencias generacionales.

Del siglo XX…

Nunca había visto la obra teatral Los monólogos de la vagina, escrita por la estadounidense Eve Ensler en 1996, la cual desde entonces se ha convertido en un fenómeno mundial con cientos de representaciones y adaptaciones. El email que recibí invitándome a una presentación reciente leía: “Luego de un año de funciones totalmente SOLD OUT, las Vaginas despiden su último show cargado de energía, drama, comedia, diversión y mucha interacción con el público”. Esta versión era dirigida por el actor y director Aarón Zebede y protagonizada por tres actrices, Lissette Condassin, Ana Alejandra Carrizo y Mónica Lauri. Decidí por fin ir a verla al teatro La Plaza en Obarrio.

Admito que salí de la función decepcionado y ligeramente confundido. No porque la obra haya estado mala. Me reí donde tocaba y las actrices estuvieron muy atinadas, siendo las tres destacadas en las tablas locales; además, independientemente de mi opinión, esta obra es un éxito casi garantizado, habiendo tenido varias representaciones a nivel nacional con diferentes actrices y directores al mando, incluso regresando hasta el 2001 y a principios de esta década (el aclamado Norman Douglas produjo una de las primeras representaciones panameñas). Tania Hyman, Ingrid Villa-Real, Vivian Pérez y Paulette Thomas también han participado (Condassin y Carrizo han sido de las más constantes), y ha habido temporadas en 2010, 2013, 2015 y en este 2018.

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Creo que lo primero que me hizo ruido sobre esta representación tuvo que ver con el comienzo. Las tres “Vaginas”, porque así se hacían llamar con orgullo, se presentaron unas a otras antes de comenzar los casi una docena de monólogos interpretados, haciendo alusión a cualidades personales de algunas de ellas, siendo Condassin la “vieja” y Carrizo la menor “millennial”. Esto fue en vez de entrar en escena "en personaje" o presentarse hasta el final. El tono que sentaron era amigable y juguetón, incentivando la interacción con el público de salida. También era la última función, razón para un poco de irreverencia adicional por parte de las actrices. Pero esto hizo que mi percepción se enredara un poco cuando empezaron a hacer personajes para ciertos monólogos. De repente Carrizo era una argentina porteña, o Lauri una abuelita italiana, y por más bien recreados que estuvieron esos acentos, siento que ninguno de ellos sumó nada a lo que estaban contando.

Los temas giraban alrededor, por supuesto, de la intimidad que una mujer tiene con su vagina, y las muchas maneras en que la sociedad y los hombres desvirtúan dicha virtud, valga la redundancia. En una parte una mujer habla de su vello público y de cómo su pareja, además de obligarla a rasurarse por estética, él mismo se prestaba para la labor. La picazón y los vellos enterrados eran un issue, y por eso ahora ella es libre y ama a su monte de venus. En otro, que sucede durante un tipo de taller de meditación, una mujer mayor descubre, literalmente por primera vez, a su clítoris y se masturba hasta tener un orgasmo. Una vez hecho el descubrimiento ella se relaja y se siente más cómoda consigo misma.

En las adaptaciones de la obra monólogos vienen y monólogos van, pero uno que se ha mantenido, quizás por su peso dramático, es el de una mujer violada durante la guerra de Kosovo. La autora Ensler, cuando originalmente hizo el guion, entrevistó a más de 200 mujeres para saber sus intimidades femeninas; la guerra de los Balcanes estaba andando y esta historia salió a relucir. Titulada “Mi vagina es mi aldea”, en ella una mujer relata cómo fue violada sistemáticamente durante varios días por militares invasores, para luego ser dejada a la deriva así tal cual, ultrajada y menoscabada. Este monólogo lo ha interpretado Carrizo en varios montajes, y aquí lo hizo con total convicción y profesionalismo.

En otro segmento, digámosle infantil, las actrices cada una interpreta a una niña que cuenta cómo sus padres o amigos las hacen sentir pena por su vagina, ya sea por tocarla o por simplemente tenerla. Aquí se da un monólogo que ahora entiendo ha sido controversial: una niña (de 15 e interpretada por Lauri), full panameña de hoy que dice “awebao” y “chillea” cada tres palabras, cuenta (“sin cuecadas”) cómo una mujer mayor la seduce y le enseña las bondades del sexo oral y del sexo lésbico, todo con cierto consentimiento de su madre. Aunque al final del sketch Carrizo le bromea que esto quizás pudo haber sido una violación, la respuesta sonriente de Lauri deja un final abierto.

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Una de las tantas producciones locales de la obra.

Otro segmento confuso fue el de la abuelita italiana. Ella contó cómo se cohibió de por vida ante el contacto sexual con un hombre cuando, al sentirse emocionada por un primer beso en su primera cita, se orinó profusamente. Luego ella da a entender que eso le sucede cada vez que se excita, razón por la cual ella guardó su “cajita” para siempre. Durante un sueño, incluso, en el que ella le da rienda suelta a su deseo, el placer pronto se convierte en pesadilla cuando el líquido que sale de su ser ahoga a los que la rodean. Eso, por supuesto, causa mucha risa en la audiencia. En el contexto de la pornografía contemporánea, en el que una tendencia es la “eyaculación femenina” a chorros o “squirting” (orinadas controladas más bien, aunque algunas sí pueden secretar otro tipo de sustancia), esta viejita sería una gran estrella, pero dentro de la obra ella es una de aquellas mujeres que no han podido disfrutar plenamente de su sexualidad por tabúes o penas producto de la desinformación y el conservadurismo.

Luego vino una parte interactiva sobre los nombres que les damos a las vaginas (tontón, micha y por supuesto el panameñísimo chucha). Admito que no me quedé hasta el final, pero capto que la obra terminó con una nota alegre.

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Carrizo, Condassin y Lauri en escena en el Teatro La Plaza.

Mi deseo no es menospreciar a una obra importante o a un montaje exitoso. Pero el punto que quiero hacer es que a estas alturas de la era de la información, y en el ambiente actual del #metoo y un feminismo más agresivo, todas las bromas y anécdotas de Los monólogos de la vagina ya comienzan a sentirse trilladas, predecibles e incluso, ligeramente anticuadas. El director, curiosa o predeciblemente, usó como música de introducción a su show el salsoso tema instrumental de la serie Sex and the City, un clásico moderno de la televisión (y la literatura, basado en personajes de la autora Candace Bushnell) que entre 1998 y 2004 exploró todos los tabúes y arquetipos femeninos posibles en los albores la era del empoderamiento de la mujer. Y lo que esta serie habló sobre lo que piensa y siente la mujer soltera, otra serie, Desperate Housewives, de 2004 a 2012, hizo lo mismo para la mujer casada.

Estas dos series televisadas en todo el mundo hicieron mucho, a nivel masivo, por conocer la manera como la mujer contemporánea piensa sobre los orgasmos, los consoladores, las parejas, el matrimonio, su trabajo y mucho más. Todos los que las vieron quizás se aburrirían un poco al ver Los monólogos, aunque eso no demerita su interés temático para un público más conservador, mayor o incluso no fanático de la televisión americana.

Del siglo XXI…

Algo adicional que pesó en mi opinión de Los monólogos de la vagina fue mi conocimiento, mejor dicho, mi aprecio, por el proyecto de La Ex Señorita.

En 2015 tres amigas, unidas primeramente por el diseño gráfico, decidieron hacer un zine o una revista informal elaborada de manera artesanal, inspirada en los pensamientos feministas o pro mujer que llenaban sus mentes jóvenes y dinámicas. Ellas son Daniela González, Judith Corró y Anna Carolina Gelabert, y en dos años produjeron en el más puro estilo DIY (do it yourself), o sea sin patrocinadores ni mayor presupuesto, cuatro ediciones de su revista impresa con fotocopias.

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Copias impresas de La Ex Señorita.

Más allá de la modestia de sus valores de producción, el contenido de la publicación era de primera. Sin editar y con un tono personal, a veces cargado de humor o de ironía, las tres exseñoritas y sus colaboradoras publicaron historias verídicas sobre ellas mismas que conmovían y sorprendían. Hay artículos sobre la identidad e igualdad de género, sobre las relaciones abusivas, sobre las imposiciones que la sociedad sigue sumando a las mujeres (el pudor, el tabú frente al aborto, los roles establecidos de madre y esposa), entre otros. Escribieron sobre la copa menstrual y sobre cómo vivir una sexualidad plena, a veces con contribuciones de psicólogas o de otras especialistas.

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El manifiesto de las creadoras.

El uso de la primera persona y la ausencia de una editora formal daba mucha intimidad a los relatos, que salían de la redacción más convencional y amigable de las revistas formales como Cosmopolitan o Tú; eran más como textos para un diario o un blog personal, y la idea era precisamente contar y compartir todo eso que se guardaban o que, hasta ese momento, no se habían atrevido a expresar. En ese sentido, la primera referencia que viene a la mente es la revista Bust, la cual posee la misma temática y la cual llegó a Panamá durante un par de años en los dosmiles (actualmente sigue en circulación).

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Como ex editor de revistas, La Ex Señorita me pareció excelente, tanto así que la ortografía o las estructuras convencionales de contenido pasaban a un segundo plano. Las ilustraciones, siempre divertidas y diferentes, también contribuían al estilo gráfico y de diseño. Por eso me sorprendió un poco cuando, al tercer año de haberse formado, y teniendo una base tan buena para desarrollar su publicación, las exseñoritas decidieron trascender el papel y llevar su concepto de expresión íntima al performance en vivo.

Así comenzó La Ex Señorita En Vivo, un evento en el que las anfitrionas González, Corró y Gelabert presentan a sus colaboradoras, quienes en monólogos sin tiempo o formato determinado cuentan eso que quieren expresar, primero para que quede dicho y segundo para generar empatía con otras mujeres como ellas.

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González, Corró y Gelabert en The Space.

Yo asistí a la que se llevó a cabo el 25 de octubre en el espacio The Space, de la directora y actriz Monalisa Arias. El resultado, en su ambiente más íntimo y real sin actuaciones o guiones, me resultó más conmovedor y revelador que las verdades dramatizadas de Los monólogos de la vagina. También, para las participantes, el performance se les figuraba como como un acto de catarsis, de revelación y de reafirmación, tres cosas particularmente intensas que inspira cuando se presencian en vivo.

En el evento hubo una docena de mujeres jóvenes que, a su tiempo y a su manera, contaron anécdotas personales que marcaron su forma de ver la vida y a sí mismas. Estuvo la que casada de tener el visto bueno de su madre y de su novio sobre su peso, cabello y apariencia en general, decidió tener su propia opinión y aceptarse tal y como es para ser más feliz. Otra, como quien le cuenta un cuento a un amigo en un café, narró cómo quedó sumergida en una relación abusiva en la que el tipo la encerraba en baños y clósets hasta que ella dijera o hiciera lo que él quería. Hubo una con la que me identifiqué: es de padre panameño y madre estadounidense, y al ser de ojos claros y hablar con acento está constantemente teniendo que explicar su doble nacionalidad, o más bien, teniendo que justificar su panameñidad.

La que conmovió a todos sin duda fue la última que habló. Era una abogada joven y del interior que comentó los abusos que tuvo en la escuela, menospreciada por sus maestros y compañeros de clase. En un hogar conservador del interior, teniendo solamente hermanos hombres, ella creció sin sentirse entendida y apoyada, y esto le causó severas depresiones que empeoraron con el paso del tiempo. Al llegar a la ciudad capital para estudiar su carrera entendió que ella no estaba sola en su rareza (siempre se sintió diferente), y aprendiendo a controlar a los demonios de su pasado entendió que su verdadera vocación, o su real deseo en la vida, era cantar. Así que después de aguar a más de un par de ojos en la audiencia, alegró a todos con su ukelele y con la canción que tocó para los presentes, haciendo su debut como cantautora.

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Una de las participantes durante su monólogo.

A futuro…

A 22 años de su creación, y tras un montón de adaptaciones y montajes, Los monólogos de la vagina ya se percibe como una obra propia de su época, quizás un poco desactualizada con todos los devenires históricos que las mujeres en todo el mundo han visto suceder a favor de una sociedad más igualitaria, respetando sus derechos y reconociendo actitudes (¡abajo el patriarcado!) que no han de repetirse.

Por su parte, La Ex Señorita se ha convertido en una voz clara, joven y sin tapujos que le da al público una buena dosis de realidad femenina sin maquillaje. Ellas tienen en sus manos, más que una publicación o un performance, la base para un movimiento que puede causar un impacto mayor si llega alcanzar a un público más amplio que el que ha creado hasta ahora, quizás compartiendo más historias de mujeres de otras provincias o segmentos de la sociedad, como de etnias originarias o de barrios la periferia metropolitana.

En ambos shows la presencia masculina era minoritaria, pero notable. Digamos que ambos estuvieron en un 70%-30%, y las edades aproximadas cubrían unas cuatro décadas. Estoy seguro que, como en mi caso, los hombres que presenciamos estas historias tomaremos más conciencia sobre las realidades, a veces muy diferentes, que viven las mujeres, fomentando el respeto, la tolerancia y la empatía para que nuestros sentimientos y pensamientos sean vistos de una manera más balanceada.