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El juguete favorito

El siguiente es un cuento de ficción que contiene temas sexuales, lenguaje soez y violencia gráfica. Publicado en En libertad editorial: escritos del Panamá posmoderno, Fuga Editorial, 2011.

El día para Jorge comenzó cuando abrió los ojos, con pereza y lagañas, a las 11:33 am. Era jueves.

Agarró su Motorola RZR negro y llamó a su pasiero, Gabriel, que seguramente estaba en la universidad. Con voz de recién despertado bostezó mientras hablaba.

–Hey, mongol, qué xopá.

–Man, acabamos de salir del quiz de Civil, ¡el prof preguntó por ti y todo!

–Me vale verga ese maricón. ¿Qué otra clase tenemos hoy?

–Cristianismo y luego antropología. Acuérdate que íbamos a presentar el trabajo…

–¡Qué pereza! Te llamo al rato.

Clic.

Gabriel se quedó con la palabra en la boca. Pero eso, como las clases, no le importó mucho a Jorge esta mañana. Aunque el aire acondicionado de su cuarto estaba a 15 grados centígrados, el sol ya se comenzaba a colar entre las blinds grises de su cuarto y él, envainado en su grueso comforter, empezó a sentir calor. Todavía entre las cobijas, mirando al techo y rascándose los huevos, decidió lo que haría con su día: salir a jugar con su juguete favorito. Se permitió una pequeña sonrisa.

Sabiendo que a estas horas sus papás estarían en sus respectivas oficinas, que sus hermanos todavía se encontraban en la escuela y que la casa estaba vacía salvo por Yenia y Mary, las empleadas, le dieron ganas de echarse una paja matutina. Total, ya estaba engarrotado. Tomó el control remoto de su plasma de 40 pulgadas que estaba junto a su cama, la encendió, y puso el canal 441 de Direct TV.

–Ah, ¡lesbianas chombas! – se dijo a sí mismo.

Como era su costumbre y su gusto joder a Yenia y a Mary, dos ocueñas cuarentonas ya tolerantes a las groserías del consentido de la familia, subió el volumen de la tele casi al máximo.

En la cocina, una fregando y la otra tomando una taza de café, las empleadas intercambiaron una cansada mirada de hastío.

Entre los gemidos de las morenas que salían de la pantalla, con un poco de saliva en la mano derecha, y casi soltando carcajadas por imaginarse la cara de las cholas, se masajeó la verga durante los cuatro minutos y medio que le tardó venirse. Ya relajado por su moderado orgasmo, se limpió con una servilleta de KFC a medio usar del día anterior, la hizo bola y la tiró al bote de basura del otro lado de su habitación, pero no lo encestó y tampoco le importó recogerla del piso lleno de ropa, zapatos y platos con restos de comida. Entró a su baño, se miró al espejo, sonrió, escupió en el lavabo y se metió en la regadera. La televisión seguía prendida y a todo volumen. Después de la ducha, medio seco, tiró la toalla sobre la cama y se puso un polo Lacoste verde, unos kakis Dockers tamaño husky para tallas regordetas y sus Hush Puppies chocolates de a diario. Salió del cuarto.

–¡Buenos días perras! – exclamó riéndose ante las empleadas al entrar en la cocina. –¿Qué hay de desayunar?

–Bueno, Jorgito, –soltó tímidamente Mary –para su dieta le picamos un poco de papaya y…

–¡No quiero nada de esa mierda!

Abrió el refrigerador, husmeó por su interior y tomó una salchicha directamente de su paquete y una lata de malta. Masticando la carne sin cocinar y tomando un sorbo de la bebida logró comunicar algo.

–Me voy a la u, tengo que presentar un trabajo.

Cuando las dos mujeres se despidieron al unísono con un suave “adiós”, Jorge ya estaba de espaldas saliendo hacia la puerta principal.

Esteban, el mozo de la casa, acababa de lavar la 4Runner Limited 2005 de Jorge, otra razón más para sonreír. La pintura brillante de su regalo de graduación de la secundaria siempre era un gusto, sobre todo cuando le caía de sorpresa. Se metió en la camioneta, puso la lata de malta en el porta vasos junto a la palanca de doble tracción y arrancó el motor. De una vez el equipo Pioneer de sonido reforzado con un sub woofer en el maletero comenzó a sonar a un volumen tan alto que hizo vibrar las ventanas del carro. Metallica viejo salía de las seis bocinas. Apretó el botón de la puerta del estacionamiento y salió acelerado de su casa en Costa del Este.

Alcanzó los 100 kilómetros por hora en la vía principal de la barriada mientras pensaba a donde ir. En Multicentro no habría tantas personas; en Multiplaza podría encontrarse con una tía o la vieja de alguno de sus panas, así que se encaminó hacia Albrook Mall. Seguro que allí no vería tanta gente conocida y que encontraría lo que buscaba. Ya era medio día.

Durante el camino sonó su celular y con la mano derecha lo tomó. Era Cindy, su hermana menor, pero no quiso contestar.

–¿Qué querrá esa ahueva’a ahora? Se preguntó a sí mismo y siguió conduciendo. El sol intenso le hizo ponerse sus Ray Ban de aviador. Comenzó a corear a toda voz Creeping Death.

Le tomó casi media hora llegar a Albrook y maldijo el tráfico de la ciudad. Antes de salir de la camioneta, ya parqueado, buscó debajo de su asiento y sintió con la mano lo que buscaba; se lo metió en el bolsillo holgado de su pantalón.

–¡Mi juguetito!

Entró por la puerta del dinosaurio, caminando sin ninguna prisa o estrés, viendo los almacenes de un lado a otro. De repente se acordó que se acercaba el día de la madre y decidió ir a una tienda de discos a buscar el concierto de Andrea Bocceli que tanto le había pedido mamá. Encontró una, fue directamente a la caja y pidió lo que buscaba. Un cholipay de la tienda con buenas tetas le buscó y entregó el disco, el cual tomó sin agradecerle y pagó con una Visa Gold. Saliendo de la tienda se metió a uno de los baños públicos, se encerró en un urinal y puso su juguete dentro de la bolsa donde estaba el cidí, así podía tenerlo agarrado sin levantar sospechas; así era solo un consumista más con un cartucho en la mano.

Subió al segundo piso del mall, donde no había tantas personas circulando y desde donde podría divisar su objetivo con tranquilidad. Apoyado sobre el barandal, con la mano derecha en el cartucho, apretando fuerte, todavía con los lentes de sol puestos, afinó sus ojos verdes hacia la avenida llena de tiendas y compradores que aprovechaban las ofertas de fin de año antes de que los almacenes se llenaran demasiado.

Su proceso de selección era aleatorio, nada sistemático: simplemente escogía la persona que le diera la gana en el momento. Viejo, joven, mujer, hombre, niño, niña, nada de esto era relevante. En este momento todos eran blancos fáciles, ingenuos, listos para provocarle ese rush único que él tanto disfrutaba. Sintió sus manos humedecerse con sudor. Primero le animó uno de esos chicos rockeros emo, con jeans pegaditos, pelo largo asimétrico, suéteres de calaveras y esas zapatillas Vans de skater que tanto odiaba; pero mejor no, esos se mataban solos con sus suicidios melancólicos. Luego vio una señora como de sesenta años, gorda, arrugada, pelo teñido de lila geriátrico y vestida con un traje que mostraba sus aguados rollos abdominales en todo su esplendor; le causó nauseas, así que siguió mirando. Vio a una pelaíta con uniforme de primer ciclo de escuela pública, seguramente fugada de clases y acompañada de otras cuatro chicas igual a ella, todas tomando hielos locos de fresa. ¡Naa!, fuckingnes cholas están a dos por real. Unos minutos más tarde por fin encontró lo que buscaba.

Saliendo de la puerta principal de Stevens una madre joven, como de 30 años, caminaba hacia el pasillo principal de la mano de su hija chica, la cual tenía puesto un vestidito con estampados de la Sirenita. En una mano sostenía el pequeño puñito de su hija y en el otro una bolsa de la tienda con algo que seguramente acababa de comprar. A unos pasos de haber salido del almacén, la madre se detuvo para buscar su celular en su cartera, poniendo el cartucho en el piso pero sosteniendo la manita de su pequeña; de repente escuchó un fuerte zumbido que pasó frente a ella, como un mosquito kamikaze, miró alrededor rápidamente pero no vio nada, y solo volvió la mirada hacia abajo cuando sintió en su mano el peso colgante del cuerpo de su hijita. Por un instante pensó que ella se había desmayado, pero de pronto vio un hueco rojo a la altura de su diminuto pecho, el cangrejito y la princesita marina de Disney ahogados en carmesí. Se arrodilló y tomó a su bebé entre sus brazos, gritándole por su nombre para que despertara. Pero la pequeña, con los ojos en blanco, la boca entreabierta y el cuerpo cubierto de pintura como de Diablo Rojo, no pudo hacerle caso a su mamá… nunca más.

Lleno de adrenalina, pero con paso firme y casi sin sudar, Jorge se dirigió hacia la entrada por donde había llegado al centro comercial. Después de todo, esta no era la primera vez que hacía este jueguito. El éxtasis que recorría su cuerpo era algo que no podía describir con palabras. El cartucho de plástico de la tienda de música con su Glock 9mm semi-automática y el disco de Bocceli se sentían ligeros como plumas, y de haber tenido un espejo enfrente hubiera notado que sus pupilas estaban temporalmente dilatadas de excitación.

Ya sentado en su camioneta soltó una carcajada que lo hizo llorar de emoción durante un minuto. Luego abrió el cartucho y tomó la pistola, admirándola lentamente como solía hacer con su verga cuando erecta. Sin embargo, el arma no era precisamente su juguete favorito, sino el silenciador ilegal en cuatro continentes que había conseguido por $500 en el mercado negro a través de un amigo iraní que conoció por internet. Lo desenroscó del cañón para limpiarlo al rato en casa, y volvió a colocar la Glock en su cartuchera debajo del asiento de la camioneta. De pura emoción abrió el disco del ciego italiano y salió del estacionamiento a toda velocidad, coreando cómicamente la voz del tenor y riendo sin parar.

Esto ameritaba celebrar, así que pasó por el AutoMac más cercano y ordenó su platillo favorito: un combo agrandado de BicMac con soda de fresa y una queso hamburguesa extra para repellar. Pidió bolsitas extra de kétchup con un amable “por favor”. Se comió las papas en el camino a casa, regando algunas por los asientos de cuero recién limpiados con ArmorAll. Duró otra media hora en llegar a la avenida principal de Costa del Este, que a esta hora estaba cargada de busitos recogiendo a los niños de las escuelas de alrededor. No bajó la velocidad de su 4Runner por nada de esto hasta llegar a la garita de la privada donde estaba su casa.

Cuando por fin se acostó en su cama sacó el BigMac y comenzó a devorarlo rápidamente. Prendió la tele y surfeó por los canales un rato hasta que encontró en Fox Sport un juego de la Champions entre el Milán y el Manchester United, este último su equipo favorito de la liga. No podría haber pedido una mañana mejor. Su sonrisa fue grande y llena de salsa especial amarillenta, con carne procesada y ajonjolí entre el metal de los frenos en sus dientes. El silenciador todavía estaba caliente en el bolsillo derecho de su pantalón.