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Conocí a tres personas en Tinder en un mes. ¡Pregúntame cómo!

Tras años de evitar la popular aplicación me activé con resultados positivos. O más o menos.

Antecedentes

Vivimos en un mundo de aplicaciones digitales que están diseñadas para hacernos la vida más fácil. Las redes sociales son nuevos canales de comunicación personal, abiertos también a la interacción de una forma más prevalente que hace una década. Esto ha cambiado las dinámicas humanas, haciendo que las personas conecten más rápido y de maneras más superficiales, aunque dejando espacio para la creación de vínculos más significativos y personales.

Tinder es un App ya conocido por muchos en Panamá, al igual que Grindr, su contraparte homosexual. Estos canales fueron creados explícitamente para encontrar parejas sexuales, aunque en Latinoamérica, donde el romance y ciertas actitudes conservadoras aún prevalecen, muchas personas, sobre todo mujeres, lo usan para conocer gente y tal vez pareja. Esto a pesar de que existe Bumble y Meetup, dos aplicaciones más inocentes para “hacer amigos” y conocer a alguien “especial”.

En las pasadas dos décadas he estado dentro y fuera de relaciones de pareja, siendo la última de ellas la más formal, comprometida y larga. Cuando esa terminó hace más de tres años, además de sentir que soy un humano más provechoso para mí y para el mundo estando soltero, pensé que no iba a caer en la dinámica de Apps como Tinder porque lo consideraba vulgar y corriente. También, sabiendo lo chico que es Panamá y las conexiones inevitables entre las personas, admito que no quería ser visto por conocidos que pensaran y comentaran que “Ahí está Raúl, el soltero empedernido que le huye al compromiso”. Sí, me daba pena el qué dirán.

Un par de años pasaron, dejando que la sombra de mi ex se hiciera cada vez más chica. No me había vuelto a involucrar románticamente con nadie, y no pensaba hacerlo en lo absoluto. En lo que a lo sexual se refiere (el romance se puede olvidar, pero las necesidades carnales no tanto), contaba con amistades solteras y sin compromiso con las que esas necesidades eran saciadas. Esas relaciones adultas y consensuadas eran una incógnita para mí, y para mi psicóloga de entonces, ya que no sabía cómo o cuándo podrían cambiar o terminar. Así que digamos que con el tiempo, efectiva e inevitablemente, cambiaron, más por parte de ellas que mía, y como imponerme en este caso no era una opción esos privilegios cesaron.

Pasé la mitad de mi vida siendo una persona insegura: no me sentía físicamente atractivo, y a nivel emocional siempre ponía las necesidades de otros por encima de las mías hasta el punto que me dolía. Ayudar a mujeres que estaban mal era lo que me hacía sentir bien, complejo de salvador le dicen. No me estoy haciendo una víctima, ni menospreciando la situación de otrxs, es simplemente la verdad de mi condicionamiento. Dicho esto, admito que el ser amado y entendido por aquellas personas a las que amé y entendí poco a poco fue mejorando mi autoestima.

Cuando a finales del siglo pasado (1996) salió el antepasado prehistórico del Tinder, llamado AdultFriendFinder, yo siendo un hombre joven de sangre caliente, decidí registrarme para ver qué pasaba. Esta es una anécdota que, aunque grotesca, la recuerdo con cariño. El mismo día que activé mi perfil contacté a una mujer, y dos horas después de ese primer contacto estábamos teniendo una actividad bastante placentera en su casa. Me sorprendió lo fácil que fue todo, el haber ligado digitalmente el mismo día que decidí hacerlo. Claro que influyó que la mujer era una señora varios años mayor que yo, sobreviviente al cáncer, y que yo estaba desesperado por la atención y ciego a cualquier impedimento físico.

A tanto tiempo después de ese encuentro, con un nuevo sentimiento de desesperación dentro de mí, comencé a pensar en activarme en Tinder. Amigas cercanas usaban Tinder frecuentemente, una para conocer gente y otra para entretenerse viendo la variopinta selección de machos del patio. Pensé que si este asunto estaba ok para mis amigas, ambas personas decentes y profesionales y con los mismos valores morales que yo, pues no debería tener pena en probarlo.

Proceso y observaciones

Así que un día, siguiendo un impulso matutino, en media hora activé mi perfil en Tinder. Ni siquiera me dolió dar el tarjetazo y pagar $30 para tener más accesos y beneficios. Usé seis de mis mejores fotos para ilustrar mi cuenta, posteando imágenes que mostraran lo que soy y lo que hago: una tocando guitarra en vivo, otra montando skate, otra más profesional que mi amigo fotógrafo me había tomado para promover mis libros. Haciendo uso de mi capacidad de síntesis periodística, escribí un perfil que comunicara lo que soy y lo que buscaba en un parrafito. Me sentí satisfecho con la imagen que habría de mostrar, y solo pensé, “A ver cuál es la primera amiga que me llama para decirme que me vio por aquí”.

Pasaron dos horas antes de que de ese mensaje llegara, con un screenshot de mi perfil. Llegó precisamente de una de mis amigas activadas en Tinder, pero no porque ella lo había visto, sino porque otra amiga que tenemos se lo mandó. En otro momento esto me hubiera incomodado, pero ahora lo dejé pasar. ¡No me iba a rendir apenas comenzaba la aventura!

Haciendo swipe hacia a la derecha y la izquierda, pronto tuve a mi disposición a miles de mujeres. En mis datos de búsqueda puse edad de cuarenta a cincuenta inicialmente, y en mi localidad además, porque las personas menores que yo suelen interesarme menos y porque qué chiste meterse en esto para conocer a alguien del otro lado del mundo.

Sí, encontré personas conocidas, viejas compañeras de la universidad, amistades casuales de eventos culturales, nadie nuevo en ese sentido. El selfie cambió la cultura de cierta manera, y las fotos que las mujeres mostraban variaban entre lo abiertamente sugestivo y sensual (fotos desde arriba mostrando escote, boca abierta y lengua afuera) a lo tradicional y conservador (fotos en la oficina junto a los globos de cumpleaños con la pose tres cuartos de pie). En algunas fotos las chicas tenían una pinta en mano y se veían taxis de fondo, con una resolución pobre, mientras que en otras la resolución era de revista mientras se mostraban posando en viajes por Europa o tomando una copa de vino junto a una piscina.

Las descripciones que usaban eran igual de variadas. Algunas prescindían de ellas del todo, apoyándose en un par de fotos eficientes. Muchas querían conocer a hombres buenos y honestos, de preferencia buenos conversadores. Sin mentir, y este es un dato sociológico curioso, la mitad o más de las mujeres que veía en mi localidad eran de Venezuela o de Colombia; nada en contra de las extranjeras, pero me entusiasmaba conocer paisanas panameñas, dejando la diplomacia cultural a otros.

Cuando, para variar, amplié mi rango de búsqueda a personas de treinta en adelante y alrededor del mundo de habla hispana, comencé a ver a docenas de mujeres jóvenes que, aunque físicamente atractivas, me parecían lejanas a mí en personalidad; las que salían en carros o posando de más se me hacían muy superficiales, mientras que otras, que mostraban y decían poco, no me daban suficiente data como para decidir y correr el riesgo de contactarlas. Independientemente de la estética, la edad o su lugar de origen, se apreciaba cuales eran más pícaras que otras, y algunas de plano sí estaban fuera de mi alcance al parecer que buscaban tipos igual de fit y cool que ellas.

Pronto comencé a recibir likes, lo cual acredité a las fotos y mi perfil bien redactado y honesto. Sin embargo, y viendo sus fotos y descripciones, no me veía conversando o tocando a ninguna de ellas, ya que de plano no tenían lo que buscaba de alguna manera u otra. Uno tiene sus tipos, y aunque se agradece la atención, mis estándares personales habían cambiado en años recientes, al igual que mi autoestima.

Encuentros y postrimerías

El algoritmo hizo su magia una semana después de haberme activado en Tinder. Resulta que durante los meses de cuarentena yo visitaba una tienda de abarrotes y demás donde había una administradora que me llamó la atención. Yendo con frecuencia me di cuenta que era colombiana, paisa de hecho, algo que en otro momento me hubiera chocado pero ahora no (¡hay que acostumbrarse a ese acentico!). La había saludado como cualquier otro cliente cortés, pero en el fondo pensaba que, físicamente por lo menos, era una gran Coca Cola en el desierto.

Me tomó un par de segundos reconocerla en la aplicación, y ella se convirtió en mi TM1 (Tinder Match 1). Yo le di like y luego ella me dio like a mí, permitiéndonos conversar en el App. La dinámica aquí es hacer el primer contacto en el chat del Tinder, luego agarrar confianza y migrar al Whatsapp, para finalmente, y el mejor de los casos, conocerse en persona. En sus fotos vi ese cuerpo, pero también ese carácter alegre que ya había notado en persona, y me sorprendió que yo le agradara de una vez.

TM1 me reconoció y se mostró amigable desde el principio. Me animó que en su descripción decía que quería “conocer gente y pasarla bien… sin apegos”, lo cual pensé que yo mismo lo pude haber escrito. Resulta que esta mujer era más de lo que me imaginaba: 50 años, 4 hijos, conservadora y trabajadora de provincia, y apasionada por el sexo desde su adolescencia, cuando perdió su virginidad con un hombre mayor. Cuando por fin pudimos salir en persona, considerando las restricciones de ese entonces, nos tomamos un par de cervezas en un restaurante de Casco Viejo donde procedió a contarme, en detalle, de todos sus amantes. Entendí que era una persona hablantina que además le gustaban los placeres carnales. Le llamó la atención el hecho de que yo tuviera una vasectomía, solo porque de cierta forma permitía tener sexo sin condón, lo cual ella prefería.

Luego llegó TM2, con bastante promesa debo admitir. Sus fotos mostraban a una mujer moderna, alta y voluptuosa, llena de tatuajes y piercings y tintes coloridos de cabello, describiéndose a sí misma como una “sapiosexual” que le interesaba la inteligencia tanto como el erotismo. Le di like y luego ella también. En los primeros chats se mostró cortés e interesada en mí, pero justo cuando cambiamos a Whatsapp y ella me preguntó mi altura, la cual no describí claramente por no saberla a ciencia cierta, ella procedió a enviarme un mensaje de voz en el cual, con un tono arrogante, me decía que las cosas no eran así y que ella esperaba honestidad ante todo. Le expliqué mi respuesta e intención, y una vez aclarado el asunto seguimos hablando.

Ella me canceló la cita acordada dos veces por excusas que me parecieron tontas, pero no pensé más y eventualmente nos vimos. Tomamos copas de vino en un restaurante. Era más alta que yo, pero en realidad no tanto, y la encontré interesante: estilista de profesión, divorciada con un hijo adulto, bisexual y ex dominatriz que también era bipolar y fumaba kenke. La noté tan segura de sí misma, y sexualmente tan liberada, que estos detalles de conducta y estilo de vida no me hicieron ruido.

Cuando hice match con TM3, como a la tercera semana de mi estadía en Tinder, ya me estaba comenzando a dar nauseas el evaluar mujeres todos los días en base a fotos mal tomadas y biografías imprecisas. Acostumbrarse a eso como algo habitual no estaba bien, pensé, o por lo menos no para mí, muy a pesar de mis deseos de ligar o coquetear.

TM3 era diferente a lo que usualmente me suele interesar, por lo menos en lo físico: pelinegra, cabello ondulado, ligeramente petit y caderona; era colombiana también, en este caso de Bogotá; su belleza me pareció atemporal y exótica, como la de una sefardí o una árabe, y su descripción también daba a entender cierto interés en “pasarla bien y si sale algo rico también”, o algo por el estilo. Los chats intercambiados fueron más simples y corteses que con las otras dos, y cuando tuvimos nuestra cita en un café, la encontré encantadora, aunque quizás un poco más seria y reservada de lo que acostumbraba. También estaba divorciada, en este caso con un hijo con edad de primaria. Era diseñadora gráfica, un detalle que en ese momento dejé pasar, debido a que como periodista y editor estaba más que comprobada mi afinidad personal y profesional con mujeres de este oficio. Al terminar la cita pensé que había sido agradable conocerla, sabiendo que TM1 y TM2 se veían más dispuestas y similares a lo que había tenido antes.

Con TM1 hablé varias horas por teléfono, ella contándome de su trabajo y de sus hijos. Nunca me preguntaba sobre mi trabajo o lo que hacía, pero yo no esperaba una conexión intelectual con ella. Salimos a dos paseos matutinos, uno a la Calzada de Amador y otro al parque de Paitilla, esto porque su trabajo le consumía mucho tiempo. Después de la tercera salida le dije que la próxima vez deberíamos tener un intercambio más, tú sabes, a lo que ella respondió que eso llegaba con el tiempo y se daba en el momento. Ya me estaba comenzando a desesperar cuando un día de la nada, chateando con ella en un saludo de cortesía, me manda una foto de su vagina, la cual ella me había dicho que amantes pasados le habían elogiado. Ellos habían tenido razón. Sorprendido, le dije que gracias y ella me mandó otras fotos de otras partes de sí misma, tomadas con sensualidad y cierta experiencia, debo imaginar. Me pidió corresponderle, y cuando pude lo hice, creando un intercambio erótico al que hoy llaman “sexting” o sexteo, algo nuevo para mí. Con esto, pensé yo, lo que había imaginado habría de pasar y sería bueno.

Pero no. Después de esta comunicación ella fue hablándome cada vez menos. Yo le decía que cuando ella pudiera, a su discreción, me dijera para invitarla a comer o a dar la vuelta otra vez, pero nada. Pasó de llamarme “bizcocho” y saludarme a diario y mostrarme sus partes íntimas a de vaina responder mis saludos. Mi último mensaje a ella, que no respondió, fue “No sé qué pasó para que tu interés cambiara, pero al buen entendedor pocas palabras. Respetaré tu distancia”.

La cosa con TM2 terminó antes de esto, lamentablemente. Después de nuestra única salida hablamos por teléfono varias veces, llamada por mí y con conversaciones sobre ella. Comencé a seguirla en redes, donde hacía podcasts sobre sexo bastante amenos e informativos. Escribía poesía de vez en cuando, la cual elogié genuinamente. Con esto pensé que habría temas comunes de interés intelectual, lo cual podría llevar a otras cosas, muy a pesar de que ella me había admitido que prefería a las mujeres que a los hombres. Pasaron dos semanas sin que yo la llamase, o viceversa, y como la seguía en redes sabía que estaba ok. Un día me manda un mensaje de voz por Instagram que, con el mismo tono altanero de su primer mensaje sobre la honestidad y mi altura, decía algo tipo: “Mira, ¿se me pierde el celular y tú no eres para contactarme y saber cómo estoy? Me pudo haber pasado cualquier cosa y a ti ni te interesa”. Yo le respondí que había estado ocupado y que sabía que estaba bien por lo que publicaba, y que por favor me diera su nuevo número. Me respondió con un GIF de una chica de brazos cruzados con mirada de duda o incredulidad. Decidí no volver a contactarla.

Seguí conversando con TM3 porque me gustaba su encanto bogotano (me habla de usted, es culta y lee). Es muy profesional en su trabajo de diseño y eso también es un tema de conversación que disfruto. Después de un tiempo, y aprovechando una casualidad, me invitó a su casa para cocinarle. Conocí a su hijo, un niño muy simpático e inteligente. Vi su trabajo artístico, el cual me pareció elaborado, honesto y muy bonito la verdad. Cuando llegué a hablar de sexo con ella, también me dijo que era algo que se daba tras lograr cierta conexión emocional. Su hijo, sabiendo que su padre divorciado ya tenía una nueva pareja, intuitivamente comenzó a pensar si este nuevo amigo de su mamá iba por ese camino.

Sacando la cuenta, he tenido relaciones románticas con cinco mujeres divorciadas, unas con hijos chicos, otras con hijos adultos. He sido un padrastro y tío postizo amigable cuando me ha tocado. Dos hechos innegables: en este mundo hay tantas mujeres divorciadas como casadas, y para la mayoría de ellas es un proceso largo y complicado el volver a lanzarse al ruedo para cualquier cosa. Y para los hijos de divorciados, sobre todo si están pequeños, es una joda psicológica el entender las acciones de sus padres adultos, al mismo tiempo que demuestran sus necesidades afectivas no atendidas a cabalidad por la situación en la que inevitablemente terminaron.

Una postrimería es “el último período de una cosa”. Después de haber hecho mi tercer match en Tinder, teniendo sentimientos encontrados sobre la aplicación, cerré mi cuenta. Total, había logrado mi cometido de conocer a gente nueva con diferentes potenciales. Los siguientes tres meses, motivado por las aperturas post cuarentena, los llevé motivado, pero al final TM2 demostró una actitud que no iba conmigo para nada (por eso no la volví a buscar), mientras que TM1 me sorprendió por su falta de cortesía y de comunicación, mas que por su gran libido y atractivo físico. TM3 ha quedado como una nueva amiga, con aficiones e intereses comunes, además de un hijo al cual no esperaba conocer pero que, sin querer queriendo, estoy influyendo de cierta manera (tiene una vena artística evidente que ha de ser nutrida).

La promesa de Tinder no me cumplió, porque de sexo no ha habido nada. ¿Seré yo el que no sabe comunicarse adecuadamente en este contexto? ¿Será que tuve buena y mala suerte de conectar con estas personas? ¿Será que los algoritmos solo funcionan cuando juegas con ellos de forma insistente? ¿Habré tenido más suerte en fucking Friendster?

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