Una tienda que hizo historia, un relato de mujeres que trascendieron, una escena musical que nunca regresará… todo esto en un documental entretenido y conmovedor.
El internet mató a las tiendas de discos. La revolución digital impactó la industria de la música y la cambió para siempre, alterando el esquema establecido y funcional –durante por lo menos cuatro décadas– en el cual la música en discos de vinilo (luego casetes y discos compactos) era presentada, promovida, probada, comentada, analizada y eventualmente comprada por el público en general. La “tienda de discos” como concepto comercial ocupaba un espacio social y cultural, además de sus objetivos de ventas, y para las generaciones nacidas en el siglo XX su actual desaparición ha representado un tipo de pérdida que Spotify, iTunes y Amazon apenas logran sanar. Para las generaciones más recientes, sin embargo, esto no es más que una cosa del pasado. Del pasado antiguo.
Las discotecas, como también eran conocidas, en muchos casos comenzaron como parte de otras tiendas por departamentos o especializadas; una farmacia o un local de electrodomésticos podía tener una venta de LP’s (long plays) que poco a poco crecía hasta ocupar cada vez más espacio, llevando a algunos empresarios más aventureros a decidir invertir en un negocio exclusivamente de música. Esto fue un fenómeno de retail del siglo pasado, propiamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando hubo un boom económico en el cual la clase media creció y asimismo un mercado para sus nuevas necesidades de carros, refrigeradores, televisiones, tocadiscos y discos. Antes un tocadiscos podría ser del tamaño de una cómoda, pero desde que se fueron haciendo más accesibles en tamaño y costo a partir de los años 50 y 60, un hogar respetable se enaltecía con su colección de discos, así como por su biblioteca llena de libros clásicos y enciclopedias.
En estas tiendas no trabajaba cualquier tipo persona. Amantes de la música, de la conversa y del entretenimiento, muchas de ellas vendedoras, tanto hombres como mujeres, predominantemente jóvenes y con algo de chispa; ellos eran los que te atendían y que sabían qué era lo nuevo de tu artista favorito o del momento; no eran locutores de radio ni presentadores de televisión, pero ellos eran quienes recomendaban e incluso conectaban a los medios tradicionales con los artistas de la escena musical, como un apoyo a los sellos disqueros internacionales que producían el material para su distribución.
“All Things Must Pass: The Rise and Fall of Tower Records, traducido sin mayor pifia como “El auge y hundimiento de Tower Records”, es un documental de 2015 dirigido por el actor y director Colin Hanks (su padre Tom dirigió la película That Thing You Do sobre el nacimiento del rock and roll en los sesenta). El tema es esta mítica cadena/franquicia de tiendas de música de Estados Unidos, la cual se fue a la quiebra a nivel nacional en 2006, era el negocio de un idealista irreverente, Russ Solomon, quien con su entusiasmo por la música y los músicos llegó a establecer sedes de cultura pop musical en diferentes ciudades, cada una atendida por personajes expertos que podían ser tan amigables como snobs. Ver High Fidelity de Stephen Frears.
No importaba si eras el papá o la mamá, con tus gustos por la música clásica o los cantautores españoles, o si eras la hermana fanática de la salsa o el hermano que amaba el rock; si te gustaba la música comprabas discos y el ir a la tienda a hacerlo era un tipo de placer hoy inexistente (tener Amazon Prime y una casilla en Miami no son lo mismo). La gente se podía quedar horas viendo o escuchando, leyendo las contraportadas, decidiendo cuál sería la siguiente adición a su colección, la cual se disfrutaba en privado, en fiestas o intercambiando con otros adeptos.
La Fountainbleu.
De las más “vieja escuela” recuerdo Discoteca El Puente, en Calle 50, o la Fontainbleu en la Avenida Central, la cual milagrosamente aún existe. Discoteca Sophy también sigue activa en su local en Río Abajo. Mi primer disco lo compré en el Gran Morrison de El Dorado por menos de $10.00 cuando tenía ocho años en 1987; otros siguieron del departamento de música de la tienda por departamentos Luria’s. Más cercano a mi generación, y a principios de los 90 con el advenimiento del cidí, recuerdo Kilowatt en El Dorado también, y CD Center, que coincidentemente también empezó en el área y que después tuvo un local en Galerías Obarrio durante varios años hasta que cerró. Otros capitalinos mayores que yo recordarán otros sellos y tiendas nacionales igualmente influyentes, como Tamayo, Grecha y por supuesto…
… Panamá Radio. Esta última es el sujeto del más reciente documental del realizador Edgar Soberón Torchía, reconocido en el mundo cultural panameño por sus obras de teatro, guiones de cine y talleres educativos. Presentado como parte de la selección oficial de la edición 2019 del International Film Festival de Panamá, o IFF, Panamá Radio es un filme cuya sinopsis dice lo siguiente: “Éste es el álbum de recuerdos de tres amigas que trabajaron en los años de esplendor de la venta de música grabada en Panamá. Un álbum que nos habla de una alegre tienda de discos por donde pasaron Tito Puente, La Lupe, Julio Iglesias y Celia Cruz; de un modelo empresarial novedoso en la economía panameña, de la evolución de la mujer en el campo laboral de posguerra y del boom de orquestas y combos que amenizaron la vida nacional y cruzaron fronteras con su música”.
De izquierda a derecha Lydia, Lidia, Tito Puente y Dora, las tres principales de Panamá Radio.
Las protagonistas son Dora de Ángeles y Lydia García, dos panameñas que fichadas por el empresario Jerry Halman para administrar su creciente tienda de discos ubicada en la periferia de la Plaza 5 de Mayo, en la entrada a la Avenida Central, lograron vivir en el epicentro de la música tropical del país y la región de finales de los sesenta y setenta. Con la responsabilidad delegada, ellas eran las que coordinaban ventas, promociones y visitas de artistas al local, los cuales respondían preguntas de fanáticos y periodistas y, cuando la ocasión lo permitía, tocaban algunos de sus éxitos de manera improvisada en el espacio amplio de la tienda.
El documental, en el cual también participa Soberón como entrevistador y narrador, sigue a Dora y a Lydia en sus vidas actuales y las deja contar sus mejores anécdotas de esta era de oro de la salsa y los combos nacionales. Esto es el primer elemento conmovedor de la historia, siguiendo la experiencia de mujeres que para nada han perdido su energía y buen humor. Para ellas, el trabajo que hicieron en Panamá Radio fue relevante para sus vidas, ya que en vez de ser secretarias o maestras (o bailarinas o cantantes), lo que era común para una mujer profesional de la época, cantaron y bailaron y compartieron con la crema y nata de la música en español. Solinka de Panamá y Carlos Martínez, dos cantantes icónicos de la época, al igual que Francisco “Bush” Buckley, fallecido en 2018, completan el elenco, en el que también aparecen otros expertos para ofrecer contexto y opiniones (la enciclopedia andante de Mario García Hudson es particularmente notable).
Lydia y Dora caminando por la ciudad.
Lo segundo que impacta de este documental es el reconocimiento del hecho de que Panamá era el hub para la promoción de artistas musicales en la región. México y Argentina eran mercados grandes y lejanos, así que quienes querían pegar en Centroamérica y el Caribe debían pasar primero por Panamá, donde se distribuían e imprimían álbumes de todo tipo de músicos que luego terminaban en tocadiscos de Costa Rica o Puerto Rico. Una de las escenas más conmovedoras muestra a un “one hit wonder” puertorriqueño de la salsa residente en Nueva York que tuvo un tema que todo Panamá se sabía, antes de que él hubiera puesto un pie en el istmo para darlo a conocer. Este era el tipo de poder que ejercía la tienda.
Carlos Santana en Panamá Radio.
Otros famosos, desde la Fania All Stars hasta Carlos Santana pasando por Cheo Feliciano y Olga Guillot, fueron registrados durante sus visitas a Panamá Radio en docenas de fotos en blanco y negro que el documental despliega cual álbum de tu infancia. El ver la cantidad de público presente en cada una, sus caras de asombro evidentes, acompañados por la alegría del equipo de la tienda, demuestran un orgullo que incide en la industria cultural y que no se compara con fenómenos contemporáneos como los programas de cantantes de hoy, donde cualquiera puede ser una celebridad con un talento existente pero que apenas despega.
Si se es músico, sobre todo, en Panamá Radio se ve con cierto anhelo una industria musical nacional existente, funcional e influyente, algo que decayó y que ahora apenas se está empezando a construir, y que países como Costa Rica y Colombia lograron explotar y mantener con una mística que en Panamá simplemente se vino a menos.
El documental de Soberón es como un poema al pasado, una elegía de algo que no regresará, y de lo cual debemos sentirnos honrados como panameños. También es un homenaje a la mujer trabajadora –empoderada como le dicen ahora– que decide romper los esquemas de nuestras sociedades machistas y que cuando la oportunidad se presenta logra cambiar las cosas.
Yo no pude verla durante el festival y en vez la agarré en una proyección en el Centro de Desarrollo Comunitario Sidney Young, en Río Abajo, como promoción del Fondo de los 500 años de la Ciudad de Panamá, una iniciativa municipal que patrocinó la obra en parte. Las señoras Dora, Lydia, Solinka y Carlos Martínez estuvieron presentes junto a Soberón para unas preguntas y respuestas al terminar, y aunque el público no era tan cuantioso como el que ellos recordaban en su época de mayor apogeo artístico y profesional, ellos se notaban contentos de que su historia fuera escuchada y recordada.
El elenco y su director en la proyección de Río Abajo.