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Las nuevas pandillas de la ciudad

Este es un cuento corto de ficción escrito por Raúl Altamar Arias en junio de 2018.

Al igual que una batalla campal medieval, los dos bandos opuestos flanquearon uno de cada lado la alargada Avenida de la Amistad, esa que separa a Albrook Mall del Aeropuerto Marcos Gelabert. Era un domingo a las seis de la mañana, con un cielo claro que no esperaba ver sangre derramada.

En una fila, cada pandilla se preparaba para luchar hasta la muerte con la meta de defender su derecho al uso de la calle –de todas las calles– durante los fines de semana. Con odio absoluto en sus ojos y armas en sus manos, un bando miraba al otro esperando el grito de guerra que diera comienzo a la pelea.

De un lado estaban los ciclistas. En un arcoíris multicolor de uniformes de licra ceñidos al cuerpo, sus armas eran delgados rines de bicicleta de carreras sin neumático, afilados para degollar y cortar; un casco era un escudo y un mazo a la vez; pedales puntiagudos fueron incorporados a guantes para convertirse en mancuernas sangrientas. Eran hombres y mujeres, jóvenes y no tanto, de todas las clases sociales, incluyendo a los pela’os del gueto cuyas bicis eran más para show que para workout. Su batalla era por el derecho a ejercitarse sobre la vía pública, y de ganarse el respeto de los conductores que los asesinaban con sus abusivos automóviles, culpándolos a ellos de algún accidente.

Del otro estaban los motociclistas. El cuero negro de sus chalecos y botas, junto con el azul oscuro de sus jeans, eran la única paleta de colores que mostraban. Para la lucha habían traído pesados tubos de mofles; manubrios largos habían sido afilados para convertirse en bayonetas cromadas; sus cascos también eran escudos, y los que tenían cuernos de vikingo o de militar imperial alemán convertían en rinocerontes humanos a aquellos que los usaban. Eran predominantemente hombres y algunas cuantas mujeres, casi todos blancos y de clase media y media alta, empujados por una furia propia del rock ‘n roll y la carne roja. Ellos peleaban por el paso expedito de sus clubes por las avenidas y carreteras en sus paseos mañaneros de fin de semana, para vivir su momento de Born to be Wild antes del regresar el lunes a sus oficinas en bancos y firmas de abogados.

Cada pandilla tenía cientos de combatientes, la batalla era pareja. Bicicletas y motos descansaban en hileras uniformes en la retaguardia, custodiadas por el grupo contingente de cada bando. A manera de caballería –invitada a unirse a la lucha una vez hubiera comenzado el combate– estaban otras dos pandillas urbanas nuevas. Los ciclistas, entre los cuales había varios triatletas, trajeron a los crossfitters, que con sus pesas libres podían matar a cualquiera o amarrar a prisioneros usando sus sogas gruesas y trenzadas. Por su parte, los motociclistas invitaron a los skaters, que armados con sus patinetas y compartiendo ese espíritu de rebeldía no necesitaban mucha motivación para doblegar a estos modernos bicicleteros, sus antiguos enemigos de la calle.

No hubo discursos heroicos para motivar a las tropas. El pacto, acordado entre representes de cada facción en una locación secreta el día anterior, había sido comenzar a pelear a las 7:20 a.m. en punto. Sin silbatos ni cuentas regresivas. Minutos antes de la hora pactada solo se escuchaba la respiración pesada de los combatientes, acelerada por la adrenalina. Muchos de ellos tenían sangre en los ojos, algunos por inyecciones de esteroides, otros por dosis pre-batalla de cocaína.

De repente se escucharon gritos y las pandillas chocaron en el enfrentamiento, como dos trenes cargados uno frente a otro a toda velocidad sobre la misma vía. El concreto de la avenida comenzó a teñirse de carmesí. Blandiendo sus armas, mofles de moto golpearon contra rines de bicicleta, cascos contra cascos, hierro contra hierro. Cada bando peleaba con pasión, con odio, quizás con algo de placer también. Hígados y pulmones fueron atravesados, manos cortadas, cuellos degollados, ojos vaciados. No había misericordia.

El tiempo vuela cuando estás peleando por tu vida y por tus ideales. Antes de que hubiera pasado una hora la batalla estaba por concluir. Diezmados los grupos combatientes, los líderes de cada bando llegaron a enfrentarse cara contra ensangrentada cara. Ambos ordenaron a sus caballerías de patinadores y gimnastas a detenerse. Para evitar más matanza, la pelea ahora sería definida por un duelo entre Dicky Boyd, distribuidor principal de motos Harley en Panamá, y Jairo Ortega, dueño de la tienda más grande de bicicletas deportivas de la ciudad. El que sobreviviera al combate a mano limpia daría la victoria a su facción.

Se armó un enorme círculo alrededor de los dos combatientes, el dolor y la rabia en la mirada de todos mientras consideraban a sus compañeros asesinados o mutilados que yacían en la carnicería. Haciendo uso de sus conocimientos de lucha grecorromana practicada durante sus años de college, Dicky sentía que podía romper el cuello de su enemigo sin problema; Jairo, cinta negra en hapkido, tenía una movida secreta que su sensei le dijo que usara en el momento correcto solamente, ya que era mortal. Como en el video de Beat It, ambos empezaron a acecharse en círculos cuando a lo lejos resonaron las sirenas de la policía. Antes de soltar el primer golpe uno de ellos preguntó “¿Revancha?”, a lo que su contrincante respondió con un “¡Definitivo!”.

Representantes de cada facción se encargaron de sobornar con fajos de efectivo a los policías que se apersonaron a la escena, mientras que el resto de los pandilleros escapaban sobre sus caballos rodantes. Dispuestos a combatir otra batalla para establecer el nuevo orden de las calles de la ciudad, las docenas de muertos durante lo que los medios calificaron (a pesar del pasado) como “realmente el día más sangriento en la historia de Albrook”, serían para los ciclistas y motociclistas, más que mártires, héroes.